noviembre 02, 2021

TAFANARIOS Y NALGATORIOS (O si lo prefieren, simplemente potos)

    Era niño. Lo vi en un noticiero y fue el comentario de la semana. Un “gringo” no había encontrado mejor manera de protestar que entrar desnudo a un espectáculo deportivo. En mi casa alguien gritó: “¡Un calato!”. Primero asombro, luego sonrisa; después, alguna tía mayor censurando la ocurrencia. No lo sabíamos, pero en Estados Unidos había nacido la moda del streaking que incluso, según me cuentan, también pasearía calles limeñas. ¿No quieren escucharme? Entonces hago escándalo. Y así era. Todos hablaban del calato y el origen de su reclamo. 
    Y se escogió como protesta algo que siempre molestó al hombre: el desnudo. Infinidad de veces la historia volteó la cara ante tafanarios y demás partes pudendas expuestas en público. El arte sabe bastante de esto. Castigar al autor que pasó los límites permitidos y corregir su obra fue la sentencia más común que dictaron pudibundos personajes que se horrorizaban ante la exhibición del cuerpo desnudo. O de una parte de él. 
    Siglo XVI. Miguel Ángel, el gran Miguel Ángel, acaba de terminar El Juicio Final en la Capilla Sixtina. La humanidad escrutada ante los ojos de un gigantesco Cristo que juzgaba a vivos y muertos. Momento cumbre para los creyentes. Instancia de reflexión, contemplación y rezo. A un lado, los elegidos; al otro, los que tienen como destino el Infierno. Imagen contundente. Rotunda. Cuando el papa Clemente VII la ve por primera vez, solo atina a decir: “¡Señor, apiádate de mí cuando llegue ese día!”. 
    No fue el único impresionado. 
    Cuando el maestro de ceremonias Biagio da Cesena vio la obra, lo que más le impactó fueron los desnudos. “¡Demasiados, esto es inmoral!”, dijo. De inmediato, este mequetrefe fue donde el resto de curas a denunciar la “compulsiva” exhibición de interminables nalgatorios. Como era lógico, la curia en pleno pidió explicaciones al autor. Ante la indignada masa de purpurados, Miguel Ángel dijo: "Que yo sepa la ropa no resucitará". Y se fue. El genio sabía que era una pérdida de tiempo compartir palabras con semejante hato de prelados. Como venganza, agregó a Biagio da Cesena entre los condenados al infierno. Por supuesto que lo expuso enseñando unas redondas y relucientes nalgas. 
    La obra era tan contundente que, a pesar de las censuras por los desnudos, nunca corrió el riesgo de ser destruida. De todas formas, las “vergüenzas” terminaron tapándose. El encargado de hacerlo fue el pintor Danielle Volterra apodado desde entonces Il Braghettone, algo así como “el Tapaculo”. 
    La “moral” estaba a salvo. 
    Antes de Cristo, la hermosa Friné fue protagonista de otro desnudo histórico. O para ser más exactos, sus nalgas fueron las que ocasionaron el escándalo. 
    Friné era tan linda que el escultor Praxíteles la escogió como modelo en la representación de diversas diosas de la mitología. Sin embargo, uno de esos que nunca falta pidió someterla a juicio, pues posar desnuda era inmoral. 
    Hipéride, uno de los diez oradores más importantes de la Antigüedad, fue el encargado de su defensa y secó la garganta sin que ninguno de sus argumentos funcionara. Como último alegato, sacó toda la ropa que cubría a Friné y los jueces reconocieron que esa belleza no podía hacer daño. Acto seguido la absolvieron. 
     Era la contundente e irrebatible verdad al desnudo.      ¿Inmoralidad, falta de respeto o naturalidad? La etnología ha demostrado que hay culturas en donde desnudarse es lo común. Conocido es el caso de aquellos indios brasileños cuya normalidad era caminar sin ropa, cuando llegaron a la Brasilia a entrevistarse con algunas autoridades, se les ofreció ropa para que se vistieran. A lo respondieron: "Nos vestiríamos, pero nos da mucha vergüenza”. 
    Si la moral pasara por la cantidad de tela que tiene nuestra ropa, los productores textiles se irían derechito al cielo.

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