Eloy, gongorista de barrio populoso,
conde de Surquillo, como
Valdelomar lo fuera de la aldea.
Con él regresa a las letras peruanas
la vejada cuestión del barroco.
Hugo Neira
Hace muchos años, cuando las cosas eran más simples y la tecnología no guiaba nuestras vidas, El Comercio publicó un anuncio solicitando un cronista. Al llamado acudieron 30 valientes. El encargado de tomarles la prueba les dijo que formaran una fila para subir a un bus y enrumbar al Callao. Se fueron al primer puerto y al bajar se toparon con la contundente imagen de un barco que se estaba hundiendo. “Hagan una crónica sobre esto. Tienen 40 minutos”. Empieza la jornada y a los cinco minutos uno de los postulantes se tira al agua y nada hasta el barco intentando sacar ventaja. Todos se sorprenden. Pasa el tiempo establecido. Se termina la prueba. El evaluador lee los trabajos y escoge al afortunado. ¿Quién ganó? Erróneamente se podría pensar que fue quien se tiró al mar. No. Quien ganó fue aquel que escribió una crónica sobre la persona que se tiró al mar para escribir una crónica sobre un barco hundido. Simple, mientras todos tenían una historia, el ganador escribió 2.
El periodista, dice García Márquez, es un buscador y un contador de historias. Pero no todos proponen una atractiva, que te mantenga prendido al papel hasta el punto final. En la que acabo de contar, de 30 periodistas que acudieron a la cita, solo uno hizo una historia diferente y me atrevo a decir que esa es la proporción. En nuestro oficio, aquellos que pueden contar una historia distinta son minoría. Son raras aves en vías de extinción. Y esas historias, por lo general, se cuentan en tono de crónicas.