Los 80 fueron tan fantásticos para el box que hasta pudimos ver a Muhammad Alí. Fue en 1981 con 39 años encima y, según los entendidos, en una pelea que nunca se debió realizar. Ese es otro tema.
Alí era un tipo era increíble. Una especie de Maradona que también declaraba, y muy fuerte, sobre temas que no eran deportivos. Algunos creen que su leyenda empezó el 25 de febrero de 1964 cuando ganó el título mundial luego de derrotar a Sonny Liston. En realidad, su historia empieza al día siguiente cuando decide renunciar a su apellido Clay. Como se sabe, los negros, aquí y allá, llevaban el apellido de sus dueños. Alí dijo que a partir de ese día sería Cassius X, en homenaje al activista estadounidense Malcom X. Luego, también motivado por el mismo activista, se convierte al islam y decide llamarse Muhammad Alí. Alguna vez dijo: “Yo también soy Estados Unidos, aunque de una parte que ustedes no conocen. Acostúmbrense a mí”. Su imagen alcanzó otras dimensiones cuando renunció al llamamiento del ejército para ir a la guerra de Vietnam. “No tengo problemas con el Viet Cong. Ninguno de ellos me llamó negro”. El Viet Cong era el Frente de Liberación de Vietnam.
Alí gana el título mundial derrotando a Sonny Liston quien era el ultrafavorito, así dicen. Luego se enfrenta a Floyd Patterson. Lo curioso es que ambos, Patterson y Liston, fueron protagonistas de una pelea que quedó en la historia. Fue en setiembre de 1962. De eso tratan estas líneas. En esta pelea se registró el nocaut más importante de los años 50. Liston retó a Patterson, que era el campeón. La derrota siempre es mala, pero en el caso de Patterson fue mucho más que eso. Sobre el tema, el gran Gay Talese le hace una entrevista para la revista Esquire. El título de la nota es El Perdedor y muestra crudamente cómo se convive con una derrota tan grande. Aquí un extracto.
“No es una mala sensación cuando te noquean
—decía—. Es una buena sensación, en realidad. No duele, es tan solo un mareo muy agudo. No ves ángeles ni estrellitas: estás en una nube agradable. Cuando Liston me asentó el guante en Nevada sentí durante cuatro o cinco segundos que todo el público presente estaba ahí en el cuadrilátero conmigo, que me rodeaban como una familia, y tú sientes afecto por todo el público presente cuando te noquean. Sientes que todos se encariñan contigo. Y quieres estirarte para besar a todo el mundo, hombres y mujeres, y después de la pelea con Liston alguien me contó que yo en efecto le lancé un beso desde el ring al público. Yo no me acuerdo. Pero creo que es verdad porque eso es lo que sientes durante cuatro o cinco minutos después del nocaut.
Pero luego —proseguía Patterson, sin dejar de pasearse—, esa plácida sensación te abandona. Caes en la cuenta de dónde estás y qué haces ahí, y lo que te acaba de pasar.
Y lo que sigue es una herida, una herida confusa, no una herida física, es una herida combinada con rabia; es la herida de qué va a pensar la gente; es la herida de que estoy avergonzado de mi propia actitud…, y lo único que quieres es una trampa en mitad de la lona…, una trampa que se abra y te caigas por ella y aterrices en tu propio camerino en lugar de tener que salir del ring y dar la cara ante toda esa gente. Lo peor de perder es tener que salir caminando del ring y dar la cara ante esa gente”.
Cualquier derrota es dura, obvio, pero para Patterson significó mucho más. Era tal su miedo a perder, en realidad a la reacción de la gente ante sus derrotas, que, desde que perdió contra el sueco Johansson en 1959, siempre llevaba una bolsa con unas patillas y bigotes falsos a los que añadía una cojera. Eran su refugio para que no lo reconocieran. Tras su segunda derrota con Liston, se puso ese disfraz y partió a España. Una vez ahí, se fue a un restaurante y pidió una sopa. En realidad, detestaba la sopa, pero la pidió para desconcertar a un supuesto perseguidor.
Tremendo. Como siempre, la verdadera tragedia es la mirada del otro.
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