(Y en los estadios había gente)
Lo ocurrido ayer en La Bombonera no es otra cosa que una nueva versión del fútbol “moderno”. En el fútbol “moderno”, que no es otra cosa que el liberalismo metido en una cancha, la publicidad, la recaudación, las transferencias y el precio de jugadores y entrenadores, es lo más destacado por los periodistas; y el juego, se convirtió en un transito aburrido en donde lo fundamental es no perder.
Hace rato que el liberalismo, que no es otra cosa que la religión del “todo vale”, llegó al fútbol, lo de La Bombonera es un claro ejemplo. Gritarle alguna cosa al rival es parte del folclore, cantar alguna tonada magnificando algún momento difícil del otro equipo, es parte del juego, pero cuando eso se convierte en agresión gratuita y vandalismo, se pasó un límite. Y en el fútbol moderno, en ese que festeja más un traspaso que una huacha, hace rato que se pasaron varios límites. En la Argentina y aquí.
El fútbol está en crisis porque la cultura humana hace rato que está en decadencia. Vivimos como jugamos, dijo alguien, y hoy las canchas de fútbol son una versión sofisticada de Tía María, Belaunde Lossio, los políticos corruptos y la destrucción del planeta.
Para recobrar un poco esa pasión sana que era el fútbol, aquí un texto de Eduardo Galeano dedicado al hincha.
El hincha
Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno. Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.
Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella
se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.