“Joyce es lo máximo,
tienes que leer a Joyce, el Ulises de
Joyce es la mejor novela de la historia”, y frases por el estilo, me
acompañaron, en realidad me torturaron, en mis inicios como lector. De niño no
leí nada. Fui lector de mayor. Recién pasados los 25 años empecé a encontrar placer
en la literatura. No recuerdo muchos libros en mi casa. Es más, siempre me
pregunto si alguna vez mi madre disfrutó de la lectura. Si algún título, autor
o párrafo la habrá conmovido, o mejor aún, si alguna historia la habrá
inspirado. Creo que no. Y siempre digo lo mismo, no hay derecho a que alguien
pase por la vida sin haber disfrutado de la literatura. Pienso igual de la
música, aunque en ese aspecto la vieja sí disfrutó. Y mucho.
En mi casa no había libros y, por lógica consecuencia, yo
no era lector.
No era lector y de pronto
me descubrí fanatizado con la literatura. Pero como había empezado tarde,
lógicamente, tenía un mar de títulos por navegar. Un amigo las llamaba
carencias. “Tienes muchas carencias de lecturas. No has leído libros
imprescindibles”, me decía. Esa palabra, imprescindible, me ponía mal.
Minimizaba cualquiera de mis pequeños avances literarios.