Las palabras son como los hombres. Nacen, viajan,
están sujetas a modas, participan en concursos de belleza, se divierten,
juegan, envejecen, y finalmente mueren.
A finales de la década del 80, en Chile, las
esdrújulas, sobresdrújulas y graves, participaron de un concurso de belleza.
Bajo los auspicios del diario El
Mercurio, Jorge Luis Borges, Lázaro Carreter, Julián Marías, Gregorio
Marañón, Camilo José Cela, José Donoso y Arturo Uslar Pietri, se encargaron de
seleccionar las diez palabras semánticamente más bellas. No se sabe cuántas
participaron en la preselección, tampoco si la decisión del jurado fue unánime,
lo único que se conoce es que las “ganadoras” fueron: libertad, mar, madre,
azul, paz, dios, esperanza, belleza, amor y amistad.
Tiempo después, tal vez como protesta o quizás por
puro gusto, Jorge Luis Borges publicó otra lista, en este caso de las palabras
de más hermoso sonido. Sándalo, jacarandá, penumbra, sombra, cristal,
hexámetro, ámbar, runa, anhelar y arena, fueron las preferidas del escritor
argentino.
Los guaraos de Venezuela, que aseguran habitar los
suburbios del paraíso, nunca supieron de estas listas. En realidad tampoco les
hubieran prestado mucha atención pues aseguran hablar el lenguaje más lindo del
mundo. La genialidad del lenguaje guarao radica en no llamar a las cosas por su
nombre. Al firmamento le dicen mar de arriba, al rayo, resplandor de la lluvia,
al amigo le dicen mi otro corazón y al alma, sol del pecho.
Toda la hermosura de este lenguaje se manifiesta en
haber desterrado la palabra perdón. En su lugar emplean otra mucha más
práctica: olvido.
Como los hombres, las palabras pueden ser hermosas y
feas, simples y complicadas, duras y cordiales. Y como si fueran mortales
comunes y corrientes las palabras también son olvidadas y finalmente mueren
esperando el milagro de la resurrección.
Una de esas palabras que desea volver a ser carne en
el lenguaje cotidiano es motolito. Decimos necio, bobalicón, mantenido y
aprovechado, pero ni de casualidad decimos motolito. Postergado absurdamente,
motolito era un calificativo cordial, casi cariñoso que posiblemente no cumplía
con esa dosis de demolición que debe tener todo insulto. Una cosa es decirle a
alguien estúpido otra muy distinta es llamarlo motolito.
Igual ocurre con cantamañanas. Informal,
desordenado, irresponsable y desconsiderado son términos contundentes que
descalifican totalmente a una persona. Pero un cantamañanas es además una
persona con cierto aire poético y hasta musical. Quizá por su poca contundencia,
el cantamañanas terminó recluido en el desván de la indiferencia lingüística.
La historia del soplagaitas es similar. Preferimos
decir tonto, estúpido y mentecato y no soplagaitas, palabra que encierra todos
los insultos anteriores, pero además conserva cierto tono simpático que atenúa
la fuerza arrasadora de un insulto.
Chupóptero, cabestro, taranto, melopea y capitoste,
son algunas de las muchas palabras que esperan el milagro de la resurrección
lingüística.
Y como las palabras se parecen a los hombres,
también pueden formar insurrectas colleras consagradas al sano oficio de la
diversión.
Cuando las palabras empezaron a ponerse serias y los
discursos eran el camino más corto para encontrar el sueño, aparecieron las
palabras capicúas. Creadas al parecer con el sólo propósito de divertir, las
también llamadas palíndromos tienen la rara característica de conservar su
sentido aún cuando se las lea de derecha a izquierda.
Anilina y madam son los ejemplos más citados, pero
la verdadera destreza de estas palabras se manifiesta en las frases.
Adán no cede con nada.
A ti no bonita.
Atar a la rata.
Estos ejemplos muestran claramente la esencia de
esta especie de arte. Sin embargo, el juego puede complicarse algo más:
Es Adán, ya ve, yo soy Eva y nada sé.
La ruta nos aportó otro paso natural.
Adán dábale arroz a la zorra, el abad nada.
La diversión llega a dimensiones descomunales con:
A mamá Roma le aviva el amor a papá y a papá Roma le
aviva el amor a mamá.
Y finalmente como los hombres, las palabras también
pueden matar.
No eran duras, no ofendían, en realidad ni siquiera
se sabía su significado. Ocurría simplemente que aquellas primeras frases de
oros y espejitos, llevaron una carga mortal: virus y bacterias que no hacían
nada a los europeos, pero que para los nativos significaron la muerte. El
antropólogo Darcy Ribeiro estima que el primer contacto con los conquistadores
mató a más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las
indias oceánicas.
Literalmente
la palabra de los conquistadores, mataba
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