Hay algo de la pobreza, de la marginalidad, de la
miseria, que me atrae. Por eso me gusta Bukowski. Ya anteriormente escribí sobre
mi pasión por lo under. Ahora se trata de otra cosa.
Cuando leí por primera vez Las cenizas de Ángela
de Frank MacCourt, fue tal mi conmoción que quise saber y leer todo del escritor
irlandés. Y devoré todas sus novelas y hasta las de su hermano Malachi.
MacCourt ha sido un autor muy importante en mi
vida. Tal vez Cenizas… sea la mayor influencia al escribir, lo que pretenciosamente
llamo, mi primera novela y que está por ahí esperando no sé qué.
La segunda vez que leí Cenizas.. lo hice con la
cara de un MacCourt niño en mi celular. Cuando algún relato me impactaba demasiado,
lo veía y lo consolaba. Así soy.
“Cuando recuerdo mi infancia me
pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente, una infancia
desgraciada, se entiende: las infancias felices no merecen que les prestemos
atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada
corriente, y la infancia desgraciada irlandesa católica es peor todavía”
Siempre creí que las películas de Pedro Infante eran una frontera infranqueable de la miseria humana. Ni siquiera el realismo italiano me conmovió tanto como Un rincón cerca del cielo o Nosotros los pobres, por mencionar solo dos de sus obras de arte. Sin embargo, con MacCourt vi que ese límite se había ampliado. El escritor irlandés describe una pobreza que da la sensación de endémica, insuperable. Y más. Por ejemplo, su ciudad Limerick era tremendamente húmeda, y esto, obviamente, maximizaba la desgracia de los pobres irlandeses residentes ahí:
“La lluvia humedecía Limerick
desde la festividad de la
Circuncisión hasta la
Nochevieja. Producía una cacofonía de
toses secas, de ronquidos
bronquíticos, de estertores
asmáticos, de ahogos tísicos.
Convertía las narices en fuentes, los pulmones en esponjas llenas de bacterias.
Inspiraba remedios a discreción: para ablandar el catarro se cocían cebollas en
leche ennegrecida con pimienta; para la
congestión se preparaba una
pasta con harina hervida y
ortigas, se envolvía en un
trapo y se aplicaba, humeante, al
pecho”.
Una de las partes más tragicómicas de la triste
historia de esta familia irlandesa se produce en Navidad. Cuenta MacCourt
que no tenían nada para comer y que solo consiguieron
de favor una cabeza de cerdo. Su mamá no podía
hacer mucha fuerza así que el pequeño Frank fue el encargado
de llevar la cabeza de chancho. El relato es desopilante:
“Mamá dice que le duele la
espalda y que yo tendré que
llevar la cabeza de cerdo. La
sujeto contra el pecho, pero está húmeda, y cuando empieza a caerse el
periódico todos
pueden ver la cabeza.
—Me muero de vergüenza de que
todo el mundo sepa que
vamos a comer cabeza de cerdo
en Navidad —dice mamá.
Algunos niños que van a la
Escuela Nacional Leamy me ven,
me señalan y se ríen.
—Ay, Dios, mirad a Frankie
McCourt con su morro de cerdo.
¿Es eso lo que comen los
yanquis el día de Navidad, Frankie?
—Oye, Christy —grita uno a
otro—, ¿sabes cómo se come una cabeza de cerdo?
—No, no lo sé, Paddy.
—Lo agarras por las orejas y le
comes la cara a bocados.
Y Christy dice:
—Oye, Paddy, ¿sabes cuál es la
única parte del cerdo que no se comen los McCourt?
—No, no lo sé, Christy.
—La única parte que no se comen
es el gruñido.
Después de recorrer algunas
manzanas, el papel de periódico se ha caído por completo y todos pueden ver la
cabeza de cerdo. El morro está aplastado contra mi pecho y me apunta a la
barbilla, y a mí me da pena porque está muerto y todo el mundo se ríe de él. Mi
hermana y mis dos hermanos también están muertos”.
Tierno, sensible y con sentido del humor. ¿Qué
más se puede pedir? Me encanta MacCourt. Si pueden, léanlo.
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