Me
encantan los personajes marginales. Tal vez sea una proyección. Por eso me gusta Chinaski, el alter ego de Bukowski. Por eso amo a Fabrizio
del Dongo y Julian Sorel, los héroes de Stendhal. Por eso me conmuevo con la incomparable
pobreza MacCourt. Y aunque es mujer, claro que me identifico con la rebeldía de
Emma Bovary.
Me
gustan los marginales principalmente porque luchan contra algo, contra alguien
y, por lo menos en la ficción, terminan imponiéndose. Me gustan porque sufren y
ganan. ¡Cómo me gustan los personajes que sufren y al final triunfan¡ Me encantan
los finales felices. Por eso disfruto mucho las películas americanas y las
novelas mexicanas, aunque hace siglos que no veo una.
Y
por estos tiempos mi marginal favorito es Jean Valjean. Y más: Los Miserables
se ha convertido en una de mis novelas favoritas, al nivel de Madame Bovary o incluso
Cenizas de Ángela.
Lo
leí hace poco por primera vez. Me lo recomendaron mil veces pero nunca hice
caso. Tengo una lógica de lectura que difícilmente se altera. Hasta que un día esa
absurda inercia literaria hizo que me encontrara con Víctor Hugo y Los
Miserables.
Me
encanta Los Miserables porque intenta explicar lo inexplicable: la condición
humana. Y Víctor Hugo, escritor idolatrado en vida como pocos, a niveles de un mega
star de estos tiempos según Vargas Llosa, crea a su personaje principal Jean
Valjean a partir de uno real llamado Eugène
Français Vidocq, que había sido nada menos que un criminal arrepentido cuya
contrición fue tal que se convirtió en creador de la Policía Nacional Francesa.
Víctor Hugo creía que la literatura podía ser una
enseñanza de vida y un camino para alcanzar la felicidad, y vaya que con esta
novela lo consigue. Por lo menos yo he sido feliz leyéndola. Y claro que aprendí.
Valjean es un personaje es fantástico, al nivel de
Sorel o del Dongo. Perdón Stendhal.
Así describe Víctor Hugo a su fantástico personaje.
Describir es clave para quien tenga pretensiones de escribir. El detalle,
fíjense en los detalles:
“En los primeros días del mes de
octubre de 1815, como una hora antes de ponerse el sol, un hombre que viajaba a
pie entraba en la pequeña ciudad de D. Los pocos habitantes que en aquel
momento estaban asomados a sus ventanas o en el umbral de sus casas, miraron a
aquel viajero con cierta inquietud. Difícil sería hallar un transeúnte de
aspecto más miserable. Era un hombre de mediana estatura, robusto, de unos
cuarenta y seis a cuarenta y ocho años. Una gorra de cuero con visera calada
hasta los ojos ocultaba en parte su rostro tostado por el sol y todo cubierto
de sudor. Su camisa, de una tela gruesa y amarillenta, dejaba ver su velludo
pecho; llevaba una corbata retorcida como una cuerda; un pantalón azul usado y
roto; una vieja chaqueta gris hecha jirones; un morral de soldado a la espalda,
bien repleto, bien cerrado y nuevo; en la mano un enorme palo nudoso, los pies
sin medias, calzados con gruesos zapatos claveteados.
Sus cabellos estaban cortados al
rape y, sin embargo, erizados, porque comenzaban a crecer un poco y parecía que
no habían sido cortados hacía algún tiempo…”
En otro momento, Víctor Hugo muestra la terrible
situación en la que se encontraba este personaje. Más marginal, imposible.
“Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado
en presidio diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo a
Pontarlier. Vengo caminando desde Tolón. Hoy anduve doce leguas a pie. Esta tarde, al llegar a esta
ciudad, entré en una posada, de la cual me despidieron a causa de mi pasaporte
amarillo, que había presentado en la alcaldía, como es preciso hacerlo. Fui a
otra posada, y me echaron fuera lo mismo que en la primera. Nadie quiere
recibirme. He ido a la cárcel y el carcelero no me abrió. Me metí en una
perrera, y el perro me mordió. Parece que sabía quién era yo. Me fui al campo
para dormir al cielo raso; pero ni aun eso me fue posible, porque creí que iba
a llover y que no habría un buen Dios que impidiera la lluvia; y volví a entrar
en la ciudad para buscar en ella el quicio de una puerta. Iba a echarme ahí en
la plaza sobre una piedra, cuando una buena mujer me ha señalado vuestra casa,
y me ha dicho: llamad ahí. He llamado: ¿Qué casa es ésta? ”
Y es aquí cuando se encuentra con otro personaje
fabuloso, el cura Bienvenido Myriel. Sobre él escribiré en otro momento.
Mi altar literario tiene un nuevo integrante:
Jean Valjean.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario