Una cosa es ser borracho, otra cosa es que te guste el trago.
Una persona que gusta de beber alcohol, disfruta de un buen vino, una buena
cerveza, o, maravilla de maravillas, un exquisito coñac. Un borracho toma
cualquier cosa y lo que es peor, mezcla tragos. No sabe tomar. El que gusta del
alcohol quiere pasar un buen momento. El borracho busca perder la conciencia, borrar
casete. Vaya a saber uno que lío tiene en la cabeza. Finalmente el borracho es
un enfermo; aquel que goza bebiendo algún trago, no.
Por eso es absurda e hipócrita aquella advertencia: “Tomar en exceso es
dañino”, porque el bebedor por placer lo sabe y no se excederá. También lo sabe
el borracho, lo que pasa es que como es un enfermo no hace caso a la
advertencia. No puede. Es como decirle a un diabético que no consuma azúcares,
o a una persona con problemas de próstata que no consuma ají. Si no tiene
fuerza de voluntad, pero principalmente si no se quiere, la advertencia pasará
de largo. Porque ese tema se desarrolla en el nivel inconsciente. Lejos de la
razón. Hay diabéticos a los que les va muy bien. Es solo cuestión de
disciplina.
El centro de gravedad del alcohólico está en su cerebro. Del que goza con
el alcohol, en su paladar.
Brillat Savarin, la persona más autorizada en cocina a finales del siglo XVIII, una especie de Gastón Acurio europeo, sentía placer cuando tomaba un buen vino. Tenía una frase maravillosa y contundente: “El descubrimiento de un vino es más importante que el de una constelación, el universo tiene demasiadas estrellas”. El hombre sabía valorar un buen vino.
Harry Truman, aquel presidente norteamericano que tenía la enigmática S
como segundo nombre, que no significaba nada, pues la sola letra era su nombre,
decía: “Un bar es un puesto de primeros auxilios donde se asiste al hombre de
las heridas que le salen por la batalla por la vida”. Genial. Frases perfectas
para justificar el alcoholismo de algunos, pero ya saben, esto se trata de
aquellos que disfrutan con un trago y saben parar a tiempo.
Otra frase muy gráfica es: “Siempre hay que llevar una petaca de whisky
para las picaduras de víbora y por supuesto lleve siempre una pequeña víbora”.
Este sí que se pasó al otro lado. Parece que buscaba motivos para tomar, y si
no existía alguno, pues se lo inventaba. Chico con problemas.
El drama son los excesos. Tomarse un trago no está mal, el problema es no
saber el límite. Un alcohólico, que insisto, es una persona enferma, no sabe
cuándo parar. Claro que en el medio están los que no son enfermos y gustan del
trago y varias veces se excedieron. Por esa instancia pasamos varios.
Especialmente en la juventud. Algunos paramos, a otros les dura hasta ahora. Al
final es problema de cada uno.
Sabemos por películas, el cine se ha hecho un festín con este tema, que los
romanos hacían tremendas fiestas. Sus famosos fastos, así se llamaban, no eran
otra cosa que lo que conocemos como feriados en donde se producían sus famosas
bacanales, las que finalmente se prohibieron por el nivel de excesos. Recuerdo
haber leído hace tiempo que en estas fiestas los hombres, era una sociedad muy
machista, tomaban vino en cascadas que corrían por el tórax de las esclavas
orientales. Estos romanos sí sabían vivir.
La Biblia también ha tocado el tema. En el capítulo XXI del Eclesiastés
dice que poco vino es suficiente para el hombre bien educado. Es simbólico que
el primer milagro de Jesús fuera convertir el agua en vino en las bodas de Caná.
No hay datos exactos sobre el tamaño de las tinajas, ni el número de los invitados,
pero se me ocurre que fue una buena cantidad.
El escritor irlandés Joseph Sheridan tenía varias frases sobre el alcohol. Para
terminar esta lista de ideas, escojo una que me parece soberbia para quienes
escribimos: " Si las ideas no acuden con presteza a tu imaginación,
estimúlalas con un vasito de vino, y si las ideas se te brindan y acuden
espontáneamente, justo será que las
recompenses con un vasito de vino”.
Sigamos el consejo. Pero ojo que dijo solo un vasito. No más.
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