El “roba pero
hace obra” es otro lamentable ejemplo. En el fútbol, esa fábrica de ridículos es
la Copa Libertadores para los equipos peruanos, hace rato que mostramos una
medianía de campeonato. “Perdimos, pero jugamos bien”. “Nos ganaron, pero ningún
equipo le generó tanto al rival como nosotros”. “Nos golearon, pero mantenemos
nuestro estilo”. “Prefiero perder jugando así que ganar jugando feo”, dijo
alguna vez algún entrenador tratando de justificar la derrota de su equipo. “Ya
tenemos un punto”. “Ya hicimos un gol”, son algunas de las frases que forman
parte de un terrible listado de la pequeñez futbolística en la que vivimos.
No
digo que no haya algo de razón en alguna de estas frases. Pero tendrían mucha
más fuerza si vinieran acompañadas de alguna autocrítica. Hacer mea culpa, qué
difícil para algunos. Por supuesto que no solo aplica para el fútbol.
La
política es un terreno fértil para la mediocridad.
Los candidatos que disputan
la presidencia en segunda vuelta han firmado la llamada Proclama Democrática. No
está mal. Más aún, tomando en cuenta que fue promovida por las iglesias católica
y evangélica. Esto es muy bueno en un país donde la intolerancia se ha
convertido en un rasgo distintivo de la nacionalidad. Pero el propósito mismo,
“respetar las formas democráticas”, es un enorme rasgo de la mediocridad en la
que estamos sumergidos. Festejamos algo que debería darnos pena. Desconfiamos
tanto de los políticos que tenemos que pedirles públicamente que no nos roben,
que no nos maten, que respeten a sus semejantes. No sé cuantos países han pedido
lo mismo a sus futuros presidentes. No encuentro hecho más descriptivo de la
mediocridad en la que nos encontramos.
Lo peor de todo es que cuando estamos en
un ambiente de mediocridad perdemos perspectiva y, sin darnos cuenta, ya estamos
sumergidos en ella.
De niño iba mucho a Chimbote con mi vieja. Cada tanto,
viajábamos a visitar a su prima. La querida tía Lule. Íbamos por carretera. Casi
siempre llegábamos de madrugada. Cuando aun era de noche, mi vieja me movía para
despertarme. “Ya vamos a llegar”. Era imposible que el paisaje le comunicara
algo. Era oscuro. Mi vieja, como todo aquel que haya ido alguna vez a Chimbote,
sabía que llegábamos por el olor. El boom de la harina de pescado había envuelto
a la ciudad en una burbuja con fuerte olor a mar. Cuando llegabas renegabas y
decías que era imposible respirar y compadecías a quienes vivían ahí. Lo
curioso, absurdo y rotundo, es que un día, a las dos o tres semanas, te
levantabas y sentías que había disminuido el olor. E incluso, llegado el
momento, podías asegurar que había desaparecido. Lógicamente no era así. ¿Qué
había pasado? Simplemente te habías acostumbrado al olor. Te habías adaptado.
Así, exactamente, es la mediocridad. Un día te levantas y estás sumergido en esa
infecta nube de ordinariez.
Hace algunos años, el biólogo Gerald Cabtree publicó
en la revista científica Trends in genetic, que desde hace algunas décadas los
genes relacionados con las funciones intelectuales se encuentran en peligro de
desaparición. En conclusión, que hoy la gente es más bruta que antes. O sea, que
es más fácil toparte con un torpe que con un brillante. Con un estúpido que con
un listo. En resumidas cuentas, que tenemos más posibilidades de discutir con un zopenco que con un astuto. Y las redes son una muestra de ello.
Qué miedo
levantarte un día y sentir que ya no huele a pescado. Qué miedo.
3 comentarios:
Que miedo... Aunque parece que ya estamos acostumbrandonos.... Muy buen post Carlos. Felicitaciones...
Genial artículo
Genial artículo
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