octubre 30, 2020

ME CORTO EL PELO, ME COMO A UN HOMBRE

 

    Skin fade. Así se llama el corte que me hacen en la barbería Jean Paul, cuadra 5 de Dante, Surquillo. Voy, pago 25 lucas y listo. No hay más trámite. Veinte minutos después puedo estrenar mi nuevo look. En África no es tan fácil. Si quieres cortarte el pelo primero tienes que comerte a una persona. 
    Entre los yoruba existe la creencia de que todos tenemos el alma en la cabeza. Se llama Ocori y mide 5 milímetros. Los nativos creen que cuando te cortas el pelo, Ocori puede asustarse e irse. Por eso se comen a una persona para tener dos Ocoris. Si uno se va, tienes otro de repuesto. 
    La historia es impactante. La saco del libro La rama dorada de James Frazer, una Biblia de la antropología. Una interminable fuente de historias de otros pueblos que son un constante deslumbramiento. Asombrarme y asombrar es mi trabajo. Soy un contador de historias. 
    En clase, ante las cámaras o un micrófono, en el blog o en el canal de YouTube, cuento historias. Pequeñas historias que pretenden sorprender a la gente. La idea es que a partir de un relato el lector se interese por un tema y, por qué no, lo profundice. Y si no se cumple ese objetivo, el plan B es simplemente contar una historia que sorprenda. 
    He contado y cuento historias de todo tipo. Curiosidades que no tienen mayor pretensión que ser una efímera sorpresa, anécdotas que atraviesan con éxito el terreno de las frivolidades o datos que sirven para llenar el crucigrama. 
    Con Frazer no solo logro el objetivo de sorprender sino que puedo aplicar el concepto de relativismo cultural. Que no es otra cosa que entender por qué un grupo determinado hace las mismas cosas que nosotros, pero de manera distinta. En periodismo esto nos sirve para comprender y luego explicar. Y si tenemos ganas, ser más tolerantes. 
    Volvamos al corte de pelo. Es cierto que nadie en su sano juicio va a justificar un acto de canibalismo, que a ojos occidentales es lo mismo que un asesinato. Pero, de lo que se trata es de entender por qué ocurren las cosas. Si comprendo, soy tolerante y empático. Dos requisitos fundamentales para ser periodista. Yo no haría lo mismo que los yoruba, pero entiendo por qué lo hacen. Se trata de no calificar sino de entender para explicar. Calificar, ese vicio tan extendido y magnificado por las redes. 
     Y aquí va otra historia. También de Frazer. 
    ¿Se casan los árboles? 
     Mi hijo había nacido y cuando cumplió un año, en los dos metros cuadrados que teníamos de jardín, plantamos semillas de papaya. Creo que nunca podré olvidar la cara que puso cuando recogimos y comimos el primer fruto. Jugo y ensalada. Si hubiéramos vivido en La India hubiera sido distinto. 
    En La India, antes de recoger un fruto debes casar a tu árbol. Así lo cuenta Frazer: 
    “Si un hindú ha hecho una plantación de mangos, ni él ni su mujer pueden en modo alguno gustar de la fruta hasta haber casado solemnemente uno de sus árboles con otro de distinta especie, generalmente un tamarindo que crezca cercano en la selva. Si no hay tamarindo como novia, puede servir para el caso un árbol jazminero. Los gastos de un casamiento así suelen ser considerables, pues, cuantos más brahmanes sean festejados con ese motivo, mayor es la gloria del propietario de la plantación”. 
    Lógico. Quién en su sano juicio puede tener descendencia sin haberse casado antes, diría mi abuela. Y el matrimonio tiene que ser a lo grande.           Vivimos en un mundo donde la intolerancia es la religión más extendida. No viene nada mal dejar de juzgar al otro y tratar de entender su lógica. No todo el mundo debe pensar como nosotros. Sería aburrido.     Más empatía, más tolerancia. Como ciudadanos no nos quedan otras armas para tratar de cambiar el mundo.

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