marzo 25, 2015

LOS LÍMITES DE LA RISA

    El lápiz y el papel como arma de guerra. El caricaturista como soldado.
    Napoleón sabía que un dibujo podía ser un arma contundente, letal. Por eso entre sus colaboradores más cercanos se encontraba Antoine-Jean Gros, o simplemente Gros. Su labor para la conquista de Italia fue fundamental.
    Llegan los soldados a Milán cansados y con hambre. Gros fue a Servi, la taberna más importante, y escucha sobre los abusos del archiduque, amo y señor en la zona, contra los productores de trigo. El artista pidió la lista de helados y en el dorso “dibujó al obeso archiduque: un soldado francés le clavaba un bayonetazo en la tripa y, en lugar de sangre, brotaba una increíble cantidad de trigo. En aquel país de despotismo receloso, se desconocía eso que se llama chiste o caricatura… aquella misma noche grabaron el dibujo y, al día siguiente, se vendieron 20 mil ejemplares”.
    “Ese mismo día apareció en las paredes el anuncio de la contribución de seis millones para las necesidades del ejército francés”. (1)
    Antes de la caricatura, el archiduque había realizado campañas para desprestigiar a los franceses; luego de la caricatura, todos odiaban al archiduque. El trazo de Gros fue contundente.
    En Francia nació la caricatura política pero en España también lo hacían bien. La revista La Codorniz es un ejemplo de eso.
    Carmen, la única hija del generalísimo Francisco Franco, había dado luz al primer nieto del dictador. Para no perder el apellido el dictador ordenó que el niño llevara como primer apellido Franco y no Martínez como su padre. Y así fue: Francis Franco Martínez. Para burlarse de este absurdo la revista de humor La Codorniz salió en su siguiente número como Cordorniz La. Brillante.
    Cuando un mononeuronal llega al poder por la fuerza o por los votos (los mononeuronales también votan), siempre tuvimos al humor como respuesta a sus absurdos. Hay cientos, miles de ejemplos sobre el poder lacerante de una caricatura. Y Charlie Hebdo representaba todo eso. El atentado que dejó 12 muertos, 5 de ellos caricaturistas, es lamentable. Nadie en su sano juicio puede justificar este ataque demencial, pero el dolor de la muerte no puede llevarnos a dejar de lado el otro debate, ¿cuáles son los límites del humor? ¿El respeto y la empatía son aspectos a tomar en cuenta al hacer una caricatura?
    En nuestra cultura solemos darle todas las virtudes al muerto. Hablar mal de él es una blasfemia, más aún en el contexto de lo ocurrido en París, sin embargo, pensando más en el periodismo que en quedar bien, algunas voces valientes han dicho no a “Je sui Charlie”. Tal vez el comentario más lúcido fue escrito por David Brooks en The New York Times:

“La mayoría de nosotros no practicamos de verdad esa clase de humor deliberadamente ofensivo en el que está especializado ese periódico (Charlie Hebdo) … Cuando uno tiene 13 años, parece atrevido y provocador escandalizar a la burguesía, meterle el dedo en el ojo a la autoridad, ridiculizar las creencias religiosas de otros. Pero, al cabo de un tiempo, nos parece pueril. La mayoría de nosotros pasamos a adoptar puntos de vista más complejos sobre la realidad y más comprensivos con los demás. (La ridiculización se vuelve menos divertida a medida que uno empieza a ser más consciente de su propia y frecuente ridiculez). La mayoría tratamos de mostrar un mínimo de respeto hacia las personas con credos y fes diferentes. Intentamos entablar conversaciones escuchando en vez de insultando”.

    Insisto, nadie va a poner el duda el afilado estilete de la caricatura, pero a partir de lo de Charlie Hebdo habría que preguntarse si no se pasó un límite.
    Una voz autorizada como la de Carlos Tovar, Carlín, también ha dicho lo suyo:

“Yo no haría ese tipo de crítica, sinceramente. Atizar el fuego no tiene sentido. Si el objetivo es frenar la amenaza islámica, no tiene sentido”(2).

    Hace ya bastante tiempo Rizard Kapuscinski trazó la línea que divide al periodismo de otras actividades parecidas: “Para ser periodista ante todo se debe ser buena persona”. O los chicos de París no conocían al gran Kapu o simplemente no eran periodistas. La duda queda. QEPD.


(1) La Cartuja de Parma, Stendhal. Alianza Editorial, 1982.

(2) Enlace


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