Este escrito es sobre uno de los momentos más terribles de mi vida: el día que botaron mi cajón de juguetes.
1978. Estaba en segundo de media, pero hacía cuatro que estaba en el José María Eguren de Barranco, y teniendo que estar a punto de salir de la secundaria, en realidad aún me costaba entrar. Era casi el final del año y según mis cálculos llevaría tres cursos a marzo. Pero pasaría. Finalmente, al segundo intento pasaría a tercero.
Fue un año intenso. Había cumplido dieciséis, me había enamorado locamente de Carmen, una amiga de mi hermana que trabajaba como vendedora de zapatos en Far West, hay que decirlo, una de las tiendas más importantes de la época.
Y me enamoré y en pocos meses Carmen salió embarazada. Era cinco años mayor que yo, pero igual de inconsciente. Producto de esa inconsciencia nació el Cholo, lo más importante que me pasó en la vida.
Nació mi hijo y casi al mismo tiempo murió la relación con mi vieja. Yo era su esperanza de vida. Alguna vez, cuando aún era niño, me confesó su sueño. “Pido un préstamo, compramos un carro y lo taxeas”. Los horizontes, sueños, deseos de mi vieja eran limitados. Era tan humilde que su sueño máximo era que fuera taxista. Luego de ser empleada del hogar, fue auxiliar de enfermería. Trabajó toda su vida en el Hospital del Niño. Y claro que alguna vez me dijo que quería que fuera médico. Pero era como aquellos planes que haces si te sacas La Tinka. Era un sueño muy, muy lejano.
Y un día la esperanza de su vida tuvo un hijo. Una verdadera tragedia. Aún era adolescente y ya tenía un hijo. Cursaba el segundo de media y una de mis tareas era lavar pañales. Por esos tiempos no había desechables. Los pañales se hervían en jaboncillo y luego se enjuagaban. “21 veces, ni una menos por que si no se escalda Carlitos”.
Lavaba pañales, tenía un hijo, pero en realidad yo seguía siendo un niño. Mi madre me había criado para depender de ella y a los dieciséis años era un niño. Y como todo niño tenía mis juguetes. Mis juguetes más queridos estaban en una caja cercana, al alcance de la mano.
Era una enorme caja de madera que originalmente contuvo frutas. No sé como llegó a la casa pero todos mis juguetes cabían perfectamente. Como siempre, como ahora, yo era fanático del fútbol y mis juegos giraban en torno a eso.
En aquella caja tenía catorce bolsas, en cada una un equipo con 15 jugadores. Todos los días cuando llegaba del colegio, iba en busca de mi caja y en el mejor lugar de la sala, hacía una cancha y jugaba mi campeonato. Aún recuerdo los jugadores de varios equipos, Gallardo, “Casi Casi” Rodríguez, que era el ejemplo del delantero peruano de siempre, grandes gambetas, pocos goles. Un joven Uribe y por supuesto, el mejor de todos, el Nene. Claro que había otros pero ahora me acuerdo de ellos.
Y ahí tirado en el piso vivía con intensidad una infancia que no tenía la menor intención de dejar. Era cómico, pues esa doble vida, niño y padre, me convirtió en un tipo lleno de temores. Primero no quería que me vieran con mi enamorada embarazada. Luego, no quería que me vieran con ella y con mi hijo. Con mi hijo solo sí, pero no los tres. Era niño y la vida me empujó a hacer algo para lo que nadie a los 16 años está preparado.
Y en medio de todo mi vieja, viendo su sueño destruido. Su tesoro en otras manos, su vida frustrada, su ilusión más grande destrozada.
Nunca llegué a hablar específicamente de todo esto con mi vieja. Simplemente afrontamos los hechos en silencio. Hoy pienso que hubiera sido muy bueno hablar. En realidad nunca me perdonó el desliz y nuestra relación no fue la misma.
Esa doble vida me llevaba a extremos absurdos. Pasó muchas veces que en medio de un intenso partido llegaba una visita y rápidamente tenía que esconder a mis equipos abajo de los muebles. Hubiera sido terrible que me me vieran mis juguetes. Mientras duraba la estancia rogaba para que no descubrieran mi mejor secreto. Nunca pasó nada pero los sustos igual eran grandes.
Sé que era ridículo que el padre y el hijo tuvieran cajón de juguetes pero así era. El Cholo tenía sus juguetes y yo los míos. Ambos nos dividíamos la sala y jugábamos tranquilamente.
Un día, posiblemente estaba en tercero de media, 1979, volví del colegio y fui, como siempre, en busca de mis equipos. El cajón no estaba. Era insólito, absurdo, raro pues nunca había ocurrido nada parecido. Mi cajón era como la cama, la Biblia de mi vieja, la ropa, no sé, cosas que siempre estaban ahí. Pero el cajón no estaba. Posiblemente en uno de los últimos diálogos con mi vieja le pregunté dónde estaba mi cajón.
—Lo boté, ya estás grande para eso.
Fueron sus únicas palabras. No pedí explicación, ya para qué. Y así, literalmente, de la noche a la mañana dejé de ser un niño y tuve que asumir mi condición de padre juvenil. Siempre he creído que en aquella ocasión mi vieja me quiso decir varias cosas. Botar el cajón era decirme que ya debería asumir mi nueva situación. Pero algo más duro aún para ella. Botar mis juguetes fue terminar con ese niño al que tanto engrió. Fue matar aquellos sueños que con tanto celo planificamos desde siempre. Fue aceptar que finalmente su hijito, el Pochito, era parte del pasado.
Y así fue. Un día de 1979, sin la menor piedad mataron al niño que tenía dentro. O por lo menos lo dejaron muy herido. Y desde entonces día a día trato de recuperarlo.
Y así fue. Un día de 1979, sin la menor piedad mataron al niño que tenía dentro. O por lo menos lo dejaron muy herido. Y desde entonces día a día trato de recuperarlo.
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