abril 20, 2011

LA TETA TENÍA SIDA Y CÁNCER*

    Hace algún tiempo, Rolando Arellano, ese gurú del país emprendedor, daba una opinión realmente singular sobre la nominación de “La Teta Asustada” al Oscar:

“... sin querer ser aguafiestas... tengo sentimientos encontrados sobre la oportunidad de su difusión mundial. En efecto, mientras hoy muchos peruanos se esfuerzan por mostrar un Perú que crece, con una economía que despunta, de riqueza cultural inmensa y con una población muy amigable, la película remite al estereotipo tradicional que se tiene de nuestro país en el extranjero: una nación problemática, de gente muy pobre y extremadamente sufrida, que vive con el fantasma del terrorismo oficial y extraoficial...” (El Comercio, 12-2-10).

No dudo de la buena voluntad de Arellano, de querer mostrar un país “bonito” donde las cosas “feas” se oculten porque desalientan a los visitantes. Creo que como él mucha gente piensa que hay un país que debemos ocultar. Me temo que esa parte de la población entendió mal la llamada "bonanza" económica de los últimos años y pensaron que el Perú eran solamente los niveles absurdos de venta de autos nuevos, las billeteras repletas de tarjetas de crédito mal usadas, los centros comerciales que crecen como hongos en todo el país y el boom gastronómico.
Es una pena, señor Arellano, pero el país también es lo otro: la gente desmuelada, los espantosos niveles de tuberculosis, los “marcas”, los secuestros al paso y los alarmantes niveles de violencia, por mencionar algunos de nuestros problemas cotidianos.
Una de las imágenes más impactantes que vi en mi vida fue la de dos mujeres mayores, muy bien vestidas y con pinta de no haber sufrido hambre, con varios termos y bolsas de panes, repartiendo desayuno a unos niños de la calle en la esquina de Shell y Larco en Miraflores. Eran los primeros días de agosto de 1990. Hurtado Miller había apelado a Dios para que nos ayude a vencer el difícil momento de sincerar precios. Me emocioné mucho con la actitud de estas señoras. Era como ver a esos dos países de los que habla Basadre, el profundo y el superficial, unidos, ayudándose.
Si no reconocemos nuestro país en su integridad, no habremos aprendido nada de la terrible experiencia de Sendero Luminoso. Dice la Comisión de la Verdad en sus recomendaciones:

“Fuimos indiferentes frente a lo que ocurría con decenas de miles de hermanos a los que secularmente hemos olvidado por ser andinos, quechuahablantes, pobres, poco educados. No supimos, no quisimos saber o no entendimos cabalmente lo que ocurría en el Perú profundo y de este modo asumimos de manera acrítica o errada un pesado legado de exclusiones, discriminaciones e injusticias. Hemos, en suma, intentado mirarnos en el espejo del pasado y el rostro que ha aparecido está lejos de ser agradable. Tenemos que aceptarlo; no solo resulta imperativo evitar que se repitan momentos trágicos en nuestra historia, es necesario calar más hondo”.
Hay un rostro del Perú que está lejos de ser agradable, pero ese es nuestro país. La vida, Dios, la casualidad o lo que quieran, nos puso en esta parte del mundo y debemos trabajar para aceptar y ayudar a ser mejor a ese otro país.
De cada cuatro víctimas por la violencia terrorista, tres fueron quechuahablantes. Si seguimos desconociendo a ese país, la historia se repetirá y no será un candidato incómodo el que nos preocupe sino un nuevo líder terrorista.
La situación del país es difícil, no de ahora, de siempre, y cambiar no es fácil pues nuestros políticos se han destacado por su mediocridad. El desconocimiento casi total de la población del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación es una muestra de ello. Como si eso fuera poco, los medios de comunicación tampoco se preocupan por mostrar la realidad pues viven empeñados en su único propósito que es vender.
Tal vez sea momento de recordar y hacer nuestra una frase de Bertolt Brecht “Si no puedes cambiar el mundo, por lo menos limpia tu vereda”. 

*   Hace tiempo que no escribo en el blog, por lo que pido disculpas a los pocos que me siguen. Lo que viene es producto de la coyuntura. De una necesidad, digamos visceral, de decir algunas cosas.

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