1. Día de playa en Chocaya.
Siempre he vivido con mi hijo. A veces creo que nacimos juntos, pues no me imagino mi vida sin él. Estoy seguro que si hago memoria, lo veré jugando en el parque Raimondi de Barranco, tirándonos globos en el carnaval o comprando figuritas en el mercado de Roosevelt. Hasta mis 40 fuimos inseparables. La familia éramos nosotros y nuestras mascotas. Siempre que teníamos algún proyecto, el que fuera –fiesta, celebración navideña, vacaciones – necesariamente las teníamos que incluir. Ese verano habíamos decidido ir a la playa con Harpo y Dharma. En esa ocasión, por razones obvias, nuestro gato Morocho no podía ser parte de la aventura. Elegimos Pico Alto. Era lindo, medio escondido y, lo mejor, otras personas también llevaban a sus perros. Era una jornada de relajo. Pico Alto se convirtió en nuestra playa. A 30 y pico kilómetros de Lima no era muy alejada, por lo que el regreso, casi siempre complicado luego de un día de playa, era “tranqui”.
Un día mi hijo planteó ir un poco más allá.
–¿Hasta dónde?
–Chocaya, kilómetro 90.
Siempre me dieron miedo los tramos largos. No por la distancia en sí, sino porque mi carro era viejo. Excepto el que tengo ahora, mis carros siempre fueron viejos. Me aterraba quedarme botado en la vía. Alguna vez me pasó. En Chile el carro se quedó sin agua y estábamos en Atacama, el desierto más seco del mundo. Esa es otra historia.
Por aquellos tiempos, año 1999, Asia no estaba de moda así que no había otra motivación que el ir a una playa bonita, alejada y, por lo tanto, con poca gente.
Sin pensarlo mucho, un día de semana, martes o miércoles, enrumbamos a Chocaya en el Ford Láser del 85, que a decir verdad dio la talla.
Y llegamos. La playa era hermosa. Tal vez me equivoque, pero ese día no había nadie más. El espacio era todo nuestro. Llevamos comida, sanguchitos, nada complicado. Los perros estaban felices. Tal vez en su top ten, escrito en algún blog perruno, Harpo y Dharma también mencionen ese día, como yo.
Fue un simple día de playa. Con panes preparados la noche anterior, que me hacían recordar las emocionantes incursiones infantiles en Agua Dulce. Nos bañamos (bueno, hice lo que pude pues me da miedo el mar). Mi hijo sí nadó y los labradores lo acompañaban hasta donde podían. Pelota al agua, perros al agua disputándosela. Segunda vez que la trae Harpo. Van dos a dos.
Yo los miraba desde la orilla y hoy, 11 años después, aún me emociono al recordar su felicidad y la mía.
No recuerdo que ese día haya pasado algo extraordinario. Es más, creo que más allá de un “qué bien la pasamos”, nunca lo mencionamos como algo especial. Sin embargo, pasan los años, mi hijo lejos, rebuscándosela en los “Yunaites”, y algo tan simple como ir a la playa con los perros se ha convertido en casi un imposible.
Qué felices fuimos ese día y lo mejor es que, como tantas veces, fuimos conscientes de nuestra felicidad.
Como los extraño, carajo.
Siguiente top: viaje en lanchita en La Punta.
2 comentarios:
Me gustó mucho, especialmente la forma en que aludes a tu hijo. Es como si quisieras tocarlo con tus palabras, de acercarlo. Bacán. Te adelanto que he leído los tres primeros, ahora que tengo tiempo.
Carajo, me he emocionado. Adentrándome como estoy en los treinta ya siento los recuerdos con mi familia tan lejanos. Y es esa lejanía precisamente la que los hace más hermosos.
Publicar un comentario