Leyendo el libro de Patricia Heraud descubro que su talentoso hermano Javier, tuvo esa maravillosa posibilidad de estar en París y ser joven. El poeta vivió en el hotel Rue Gay Laussac, muy cerca al Barrio Latino. Era el año 1961 y para enfrentarse a la ciudad solo contaba con los consejos de su tío Luis.
“Matricúlate en La Sorbonne. Sigue clases de literatura e historia… en París oirás lo que aquí no has podido escuchar... toma esta oportunidad única en la vida de millones de millones y coge a la cultura. No la sueltes, tú no tienes idea del inmenso privilegio de estar joven en París. Yo hubiera dado mi vida por tener esa chance… No bebas. No frecuentes prostitutas. A lo más una queridita modesta y cariñosa que te haga conocer el campo y sus delicias bucólicas. Vive con urgencia.
Tu tío que te envidia rabiosamente, desesperadamente. Luis”.
Javier tomó la cultura pero no le interesaron las queriditas modestas. "En París hay muchas cosas que aprender y se puede estudiar de todo. Aquí no se puede desperdiciar una hora. Estar con mujeres sería una estupidez".
Sigo el recorrido literario y descubro que Rabelais tomó la cultura, pero también una que otra queridita.
El poeta vivió enamorado de las mujeres de París. Específicamente de sus piernas. Una lo dejó tan impresionado que aseguraba que no existían muslos más blancos que los de las parisinas. "El color de su piel es tan intenso, que desde lejos se percibe un fuerte resplandor. Por eso a París se le conoce como la Ciudad Luz”.
Durante años se tomó como cierta la afirmación de Rabelais, pero en realidad no fueron los muslos de las mujeres sino las canteras de yeso las que le dieron el nombre de Ciudad Luz a París. Debido al polvillo blanco que recubría la ciudad, se la empezó a llamar Lutecia, del griego leucos que significa blanco.
En realidad algo se puede aprender sobre París. Por lo menos para decir que uno estuvo allí, literariamente hablando por supuesto.
Algunos afirman que París fue diseñado por un decorador. Una visita al mercado de Les Halles es una clara muestra de ello. Por un lado rascacielos de zanahorias; por el otro, corredores de tomates. Interminable exhibición de verduras que tan bien describió Zola.
Es imposible hablar de París y no referirse a la Mona Lisa. Y por supuesto hablar de su sonrisa. Cuentan que por el 1500 el comerciante florentino Francesco de Giocondo contrató a Leonardo da Vinci para que le hiciera un retrato a su amada, pero Da Vinci demoró tanto en entregar la obra, que el pedido fue suspendido y el pintor se quedó con el cuadro. Leonardo terminó de pintarlo y como castigo le agregó la famosa sonrisita. Sobre la sonrisa el escritor irlandés Malachi Mc Court tiene una teoría algo disparatada, pero divertida. Asegura que después de un vistazo al cuadro, cualquiera se da cuenta de que en realidad la enigmática sonrisa es una mueca de dolor, causada por las flatulencias.
Y por supuesto París es el amor. Una historia de amor original, distinta.
Cuentan que una pareja de palomas había hecho su nido en la rendija de la única ventana de una casa, un día el río creció y derrumbó la vivienda y la hembra quedó atrapada bajo los escombros. Durante días el desesperado macho la alimentó llevándole granos y haciéndole beber agua a través de una pajita que hacía las veces de canaleta. Luego con ayuda de los vecinos la hembra pudo liberarse y junto a su pareja buscaron un lugar más seguro para vivir. Hoy bajo la forma de una estatua llamada El Hombre de la Paloma, se perpetúa la memoria de estos dos pájaros, como símbolo del ingenio y la solidaridad producto del amor. Para muchos la Rue de la Colombe es la prueba más clara de que en París es un lugar especialmente fértil para el amor.