Parece que nuestra vida, hablo de la suya y de la mía que finalmente son las únicas que importan, siempre estará ligada a Diego. ¿Qué Diego? El único. Aquel que como Aníbal, César, Plutarco o Diógenes se ganó el derecho a que su nombre quede inscrito en la memoria de todos, por siempre, para siempre. Como si antes no hubieran existido Diegos. Como si fuera el primero.
1979, mi hijo tenía un año y yo era un adolescente que se volvió responsable a la fuerza. A mucha fuerza. Creo que era verano y era tarde. Atrás quedaban los biberones y los pañales enjuagados siete veces para que “salga todo el jaboncillo” como aconsejaba mi vieja. Muy bajito para que no se despertara, prendía el viejo Zenith de 14” y veía el Mundial Juvenil de Tokio. Y ahí estaba Diego. Esa fue la primera vez que lo vi.
En aquellas madrugadas del 79 se presentó como un mago, un curioso mago que no sacaba conejos del sombrero ni serruchaba a una señorita, sino un prestidigitador que tenía su centro de gravedad en los pies. Y empezaron sus goles. Y el mundo empezó a conocerlo.
Y quienes más lo conocieron fueron los arqueros. Primero Argentina, la verdadera tierra de arqueros. Nadie, ningún número uno fue capaz de contener al Diego. Ubaldo Matildo Fillol, aquel cuyo padre parecía haber perdido una apuesta que pagó en la pila bautismal, para muchos el mejor arquero del mundo en ese momento, y para otros el mejor que haya nacido en la Argentina, gateaba delante del Diez para robarle aunque sea un paño de pelota. Gatti, ese adelantado del fútbol; Cloun, payaso por naturaleza, simpático pelucón, el mismo que le tapó un penal a Cueto y de pechito, no pudo con su genio y llamó gordito a Diego cuando aún estaba en Argentinos Juniors. Al enfrentarse, Diego le metió 4. Boca tenía su ídolo, pero estaba en el equipo contrario.
Diego el cebollita, el del gol a los ingleses, el de la mano de Dios, el que putea a los italianos, el que campeona con Nápoles, el amigo de Fidel Castro, el que crítica al Papa, al rey Juan Carlos, a Alfonsín, a Joao Havelange, a Berlusconi, a Pelé y a Bush. El que una tarde rebautizó a Solano como Maestrito, el que no se puede despegar de Reina, el que celebra su último gol en los mundiales desafiando a la cámara, el que sale de la cancha al lado de enfermeras para hacerse el doping, terrible doping que le haría un foul del que nunca se recuperaría. Diego el que sube de peso, el que a golpe de excesos se acerca a la muerte a quien finalmente driblea y encima le hace una guachita. Diego el adicto, el gordo que regresa del infierno. Como no va a ser Dios si derrotó al Demonio. La pelota no se mancha, dice y acepta que se equivocó.
Diego el de la Tota, el que mata por sus hijas, pero desconoce una cola de madres que le piden que firme a sus dieguitos. Diego el de la absurda religión, el grandilocuente, el polémico.
Así es Diego y no podría ser de otra manera. Porque parece que el ídolo debe tener tufo a alcohol y a noche. A lápiz labial barato y a preservativo más barato. Porque así somos y no podríamos quererlo si fuera de otra manera. Y llegó Diego y le puso color a nuestro tedio de porcentajes y segundas vueltas. No importa quien venga después, no importa quien gané, Diego estuvo entre nosotros. Lo que venga después a quien le importa. Ya vimos a Diego. Eso basta.
Ideas, sueños, fantasías, rabias, conspiraciones, ternuras, fanatismos y preocupaciones de un peruano formado al ritmo de las canciones de Hola Yola, el Vaso de Leche del Tío Johnny y la Reforma Educativa del General Velasco. Que se iba a la camita con el Topo Gigio y juntaba sus álbumes de Editorial Navarrete. Algo más.... Twist y nada más
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